Lef era un animal más en aquella lunática tierra de argamasa, teclas y hologramas. Como todos, un chip incorporado en su cerebro le era suficiente para recibir y memorizar la información expuesta a sus ojos de cristal y lentejuelas, un adorno perfecto en las cuencas vacías de quien por muchos años no accedía a la humanidad. Podía decodificar, calcular, traducir, computar...un “tecnóloco” y tonto analfabeta funcional…
Sin embargo, su precaria existencia maquinal guardaba vacíos incomprensibles, carecían las relaciones entre sujetos, puntos aparte en la cosmogonía frágil y caótica de aquel lugar. Aun así, en medio de la crisis, fuerzas ajenas a su rareza lo impulsaban a escudriñar, indagar en las cisuras del pozo abismal, culto diseñado por sus ancestros en la época del hombre-humano.
Merodeó en la profundidades del hoyo percibiendo ocasos, amaneceres y eclipses, hasta que encontró un objeto desconocido e incomprensible para él, unas solapas color cedro, finas hojas desvencijadas y corroídas por la historia cuyo tono ocre las hacían diosas que emanaban luz y sal… ¿Qué es esto? –Se preguntó-, tomó aquel artefacto en sus adustas manos y el paraíso inundó su ser.
Contempló despertares, maravillas, vidas, pensamientos, palabras, sonidos, imágenes, sensibilidades, continentes, sentires…placer… la conciencia del mundo y el pensar cobraron valor al palpar un libro que guardaba en su portada un adagio antiguo que decía “Mi poder los salvará”. Realmente salvó a Lef de la muerte intelectual y el perecimiento de su carne.
De repente y tras ese encuentro mágico con un modo de manifestación del ser, recordó de sus ancestros la facultad de leer y comenzó: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo...”